Pequeña apología de la puerta


David Santamaría | 25. febrero 2014

Reyes Mate

Reyes Mate

La puerta, el puerto, dos términos hermanados, evocan protección y apertura, abrigo y aventura. El buen puerto , como la buena puerta, es la que sabe encontrar el equilibro entre esas dos funciones aparentemente enfrentadas pero, en el fondo, complementarias.

En el relato de Franz Kafka,  titulado La Obra, un topo que se siente amenazado por posibles enemigos,  cuenta cómo  va construyendo un sistema tan complejo de defensa que al final le resultará una auténtica ratonera. Acaba siendo prisionero  de su propia construcción. El caso contrario sería el de quien no supiera distinguir entre el dentro y el afuera , lo privado y la publico, de suerte que todo estuviera a la intemperie.

La puerta no es sólo un espacio físico que permite el ingreso en una casa o en una ciudad. Es algo más: el símbolo del equilibro entre libertad y seguridad, dos componentes vitales de la existencia humana. Cuando ese equilibrio no se da  porque la puerta de la casa es una mera  prolongación de la pared que no invita a entrar ni permite salir, entonces podemos ir pensando que algo no funciona, que la ciudad que habitan sus moradores está enferma de inseguridad o de abandono.

La puerta es el termómetro de una sociedad. Si la sociedad está sana la puerta será una invitación  a la hospitalidad y, al tiempo, de la seguridad de sus bienes. Si cerramos la puerta estando dentro, garantizamos la privacidad; si es al salir cuando echamos la llave, salimos seguros de que  la parte de nosotros que dejamos dentro, está a buen recaudo.

Si la puerta o el puerto acompañan al ser humano desde sus orígenes es porque los valores que simbolizan son superiores. El ser humano puede ser alto o bajo, más o menos culto o más o menos diestro en su oficio, pero hay algo sin lo que la vida humana no vale la pena vivirse, a saber, ser libre y estar seguro. Los Derechos Humanos descansan sobre esos dos principios gracias a los cuales nuestros bienes están protegidos y nosotros podemos desarrollarnos en plenitud.

Hay un relato mítico que  ilustra bien los valores que pone en juego este modesto artificio que llamamos puerta. Lo cuenta Platón en un Diálogo suyo titulado Protágoras. Cuenta cómo los dioses caen en la cuenta de que al mundo creado le falta un toque. Observan, en efecto, cómo los animales nacen bien pertrechados para defenderse en la vida: unos vienen al mundo dotados de fuerza, otros de astucia o de velocidad o siendo diminutos para pasar desapercibido o muy grandes para disuadir a los violentos. Sólo el hombre nace desnudo, descalzo, sin ningún tipo de defensas incorporadas. Entienden que hay que echar una mano a los humanos y por eso envían a Prometeo para que les enseñe el arte del fuego y de esa manera puedan fabricar armas con las que defenderse. Cual no sería su sorpresa al ver que con esas armas los hombres se defendían, desde luego,  eficazmente contra las bestias, pero también que se destruían entre ellos. Los dioses temieron entonces que la raza humana pudiera sucumbir, de ahí que decidieran enviar con toda presteza al más rápido de todo ellos para “que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia para que hubiera orden en las ciudades y convivencia acorde con la amistad”. El ser humano necesita defensa, protección, pero para que sea eficaz tiene que saber combinarlo con virtudes de convivencia: la hospitalidad con los que vienen a casa; la apertura de mente para conocer a los de fuera.

Esas virtudes cívicas se aprenden en la escuela y en la vida. Y esas virtudes cívicas se expresan en la talla de la puerta. Hay puertas que son un muro y otras que invitan a detenerse o a entrar. Hay puertas, como las de las cárceles, hechas para estar siempre cerradas e impedir la salida; y las hay también tan inoperantes que no permiten el recogimiento. Por eso el artesano de una puerta convoca la ética y la estética.

Cuando llega una autoridad extranjera, se le ofrece las llaves de la ciudad como símbolo de la hospitalidad. La puerta imaginaria de la ciudad de acogida se abre a un espacio donde sus habitantes viven, trabajan, sufren y disfrutan. Esa puerta imaginaria tiene unas llaves reales con las que en un tiempo se cerraban las puertas, cuando se aproximaba en enemigo, o se abrían con ellas para salir al campo o conquistar mundos. No sabemos explicar la aventura humana sin recurrir a las puertas y a sus llaves.

En la plaza abulense de Pedro Dávila hay una inscripción en piedra que tiene su historia: “cuando una puerta se cierra, una ventana se abre”, dice el grabado. Por lo visto alguien obligó a esta ilustra familia a cerrar un balcón desde el que se podía contemplar el esplendor de Gredos y, en revancha, abrieron una ventana que daba al interior de la ciudad. No corren buenos tiempos para la lírica ni quizá para la fabricación de puertas. Pero no hay que desistir de la buena puerta, la que protege cuando se cierra y ofrece el mundo, cuando se abre. Hay que seguir creando puertas porque cuando se cierra una, se abre otra.

 

*Reyes Mate es Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas



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